viernes, 20 de agosto de 2010

La mandarina


Había una vez una mandarina joven que tenía el mundo a sus pies. La mandarina era afable, correcta, con un sentido del humor muy particular que permitía pasar con ella mucho tiempo riendo, trabajando, haciendo comentarios inteligentes y capaz de dejar un buen sabor de boca de quien llegaba a compartir su tiempo con ella.
La mandarina fue creciendo, se fue desarrollando; pero un buen día, algo sucedió y como dicen los rancheros, se quedó pasmada... Tanto se pasmó, que se olvidó de vivir la vida de una mandarina digna, íntegra, respetuosa de su entorno, respetuosa de las demás mandarinas y de tooooodas las frutas que eran diferentes a ella... Tanto se pasmó que perdió la dimensión de recordar que las mandarinas bien nacidas, se cuidan de ser arrogantes, presumidas, clasistas, misóginas (aunque sea mandarina) y sobre todo, se cuidan de ser rebasadas por la insolencia que poco a poco le ha invadido.
La pobre mandarina, llegó a creerse la historia de que era la mejor mandarina del mundo, se olvidó de que era una mandarina bien nacida (esa era una de las cosas más importantes), se olvidó de que esencia de un fruto está en su aroma perfumado y refinado. Llegó a creerse tanto que era única que pasó por alto la educación, los principios básicos para una buena convivencia, la "mandarinosidad" (aplica a mandarinas niñas y mandarinas niños). La pobre mandarina se olvidó de vivir. La pobre mandarina, cada vez más en su hinchazón (porque para esas alturas ya no era grande, sólo estaba inflada) arrasó con lo bueno que había a su alrededor, se creyó la historia de que podía rodar y atropellar a cualquiera. Se contó la historia de que humillando y abusando de mandarinas -aparentemente- menos fuertes, ella sería más grande, más fuerte, más poderosa. Tanto olvidó su esencia de mandarina, que llegó el momento en que sus jugosos gajos se convirtieron en gajos amargos, tan amargos que producían asco. Esos gajos que alguna vez le dieron una forma espléndida, un color maravilloso, se fueron transformando en gajos duros, secos, deformes; su color, cada vez fue siendo más y más opaco y conforme esto sucedía, cada vez menos mandarinas y demás frutos que le rodeaban, fueron dejando de apreciarla; la fueron evitando, le fueron volviendo la espalda. La "valiente" mandarina siguió inflándose e inflándose olvidando que algún día sólo tendría un aire putrefacto que al reventar sólo dejaría un pálido y deforme recuerdo de la vida plena que alguna vez tuvo.
Ese día, la mandarina descubrirá que mandarina valiente es, hasta que la mandarina cobarde quiere. Que para ser una "tojol" (verdadera) mandarina se trabaja cada día para serlo, porque ya arrancada de su rama, separada de su norte, ya no será nada y si acaso algo le quedara, es posible que ni una sola de las mandarinas parte del mismo canasto donde estuvo cobijada, quieran estar con ella y  seguir a su lado (es obvio que no querrán compartir un canasto donde pueden correr el riesgo de contaminarse). En todo caso, estarán buscando nuevos derroteros, nuevos canastos donde habitar y coexistir. Teniendo, a través de sus pequeñas semillas, nuevas y hermosas y coloridas y olorosas mandarinas. Mandarinas, fuertes, grandes, humildes, sencillas todas, dispuestas a vivir una vida justa y equilibrada, todas dispuestas a vivir una vida digna e íntegra.
Y... Colorín colorado, esta mandarina se ha acabado.